“Me lavé, me peiné y desayuné”. Con esta frase comenzaba todos los días, la página del cuaderno de dos rayas de tapas azules, que mi abuelo me pedía que escribiera cada mañana con los acontecimientos del día anterior.
Mañanas de verano llenas de castillos de quebrados, de dictados, de tablas de multiplicar, de dibujos, de enormes cuentas, y que a mí me encantaba hacer en la mesa roja con patas blancas, del pequeño patio de la casa de mis abuelos.
Ese tiempo era enteramente nuestro, de los dos. Mi abuelo y yo, disfrutándonos. Cuando tu padre era pequeño…, cuando tu abuela y yo nos casamos…, cuando tu tío Felipe iba al colegio…, cuando estuve en África…, cuando construimos esta casa…, cuando tú naciste…, cuando, cuando, cuando…
Historias que llenaban mis mañanas de vacaciones de antepasados, de anécdotas y por supuesto de dictados. Dorita, tienes que mejorar tu caligrafía, fíjate en mí. Imposible imitar aquella inalcanzable letra, que mi abuelo dibujaba en los blancos folios con galgo que nunca le faltaban y que a mí me gustaba repasar con su pluma. Borrones, el olor de la tinta, mis manos manchadas en negro, y su infinita paciencia conmigo. “Eva María se fue buscando el sol en la playa…”
Historias que llenaban mis mañanas de vacaciones de antepasados, de anécdotas y por supuesto de dictados. Dorita, tienes que mejorar tu caligrafía, fíjate en mí. Imposible imitar aquella inalcanzable letra, que mi abuelo dibujaba en los blancos folios con galgo que nunca le faltaban y que a mí me gustaba repasar con su pluma. Borrones, el olor de la tinta, mis manos manchadas en negro, y su infinita paciencia conmigo. “Eva María se fue buscando el sol en la playa…”
Siestas de mis abuelos después de comer, tiempo que yo aprovechaba para deambular por aquella casa, llena de armarios y baúles con miles de tesoros escondidos para una niña curiosa. El pesado maletín verde en el que se guardaba la máquina de escribir de mi abuelo, el papel de calco que lo manchaba todo. Telas y cortinas olvidadas con las que hacerme disfraces, y convertirme en la protagonista de miles de historias. Libros, revistas, periódicos, tebeos... Dorita, te vas a quedar ciega de tanto leer. Carteles de cine, cajas con fotografías en sepia, álbumes de cromos que me transportaban a la infancia de mi padre y de mi tío. Aquel era el lugar mágico al que regresaba verano tras verano, en cuanto terminaba el curso en junio. “Chiripitifláutica es la sonrisa de papá…”
Tardes de pan con chocolate, de bocadillos de mantequilla espolvoreada con Cola-cao, de polos caseros de gaseosa de naranja, de pan con leche y azúcar… Tardes de cadenetas de ganchillo junto a mi abuela, que siempre tenía una labor entre sus manos y un cuento en sus labios. Relatos que cada tarde inventaba y adornaba para mí. Historias llenas de luz, de color y de detalles, que yo saboreaba junto a mi merienda. Cuando seas mayor Dorita, tú escribirás las historias que yo te cuente. “Era de latón, de latón de latón era…”
Y cuando el sol había dejado de calentar y comenzaba a caer la tarde, la libertad de la calle. La bicicleta, el páramo, los amigos, mis primos, saltar a la comba, jugar a pillar, al escondite, a rayuela... Mercromina en brazos y piernas, un polo de diez en el kiosco de la esquina, recortables y construcciones de papel… Tardes y noches de juegos, de adivinanzas, de trabalenguas y de canciones. Los viejos sacaban sus sillas a la fresca, los niños revoloteábamos de casa en casa, de corro en corro, de puerta en puerta. “Me arrodillo a los pies de mi dama, me arrodillo porque tengo ganas…”
Y por la noche, a la cama tarde, muy tarde. “Pasé un día muy feliz”. Así terminaba todos los días, la página del cuaderno de dos rayas de tapas azules, que mi abuelo me pedía que escribiera todas las mañanas. Para que se lo enseñes a tus padres cuando termine el verano Dorita, me decía. “De los cuatro muleros…”
Cuando tuve edad para poder escribir las historias que contaba mi abuela, la niebla había borrado sus recuerdos, y su mente estaba perdida en un oscuro laberinto tratando de entender quienes éramos los desconocidos que vivíamos a su lado. Su batalla entre las sombras duró algunos años, y cuando por fin apareció por unos instantes la luz de nuevo en sus ojos, apretó mi mano, cantó conmigo muy bajito una canción que me enseñó de niña y le dedicó su última sonrisa a mi hijo que creía el suyo. “Me estremeció la mujer que parió once hijos, en el tiempo de la harina y un kilo de pan, y los miro endurecerse mascando carijos, me estremeció porque era mi abuela, además” S.R
Hola Dori, como me ha gustado leer tu relato.... es como si yo hubiera estado viviendo esos momentos contigo, aparte de que me has hecho recordar muchos momentos de mi niñez, en mi caso era mi abuela la que nos sentaba alrededor de la mesa camilla a contarnos infinidad de cuentos e historias. Gracias por compartirlo. Besos
ResponderEliminarHola Dori,¡qué bonito relato¡, me recuerda tb muchos momentos vividos con mis abuelos en el pueblo,,,pero tu lo has contado ta bien que da gusto leerlo,,,bsss
ResponderEliminarQue relato tan maravilloso y que recuerdos tan bonitos, todas esas cosas son las que llenan nuestras vidas.
ResponderEliminarMuchos besos
Hola Dori,
ResponderEliminarpasé a conocer tu blog, te felicito por tus hermosos trabajos.
Saludos desde Costa Rica,
Ana
http://creaciones-artesana.blogspot.com/
¡Magnífico relato!!! Cómo se nota que lo has vivido tal cual lo cuentas..... Mis más sincera felicitació. Besos.
ResponderEliminarNi te imaginas hasta qué punto te entiendo también con esto.
ResponderEliminarUn abrazo, Carmen Mª.
que relatos tan bonitos Dori, recuerdos de muchas de nosotras, unos recuerdos preciosos
ResponderEliminargracias por compartir
Me has emocionado
ResponderEliminarBesos