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viernes, 7 de mayo de 2010

El otro Enrique


Me despierta el sonido del teléfono. Enciendo la luz para ver la hora. El reloj de la mesilla marca las ocho y media. ¿Quién llamará a estas horas un sábado? Me siento en la cama y pongo los pies en el suelo. Está frío. Me cuesta reaccionar, todavía estoy medio dormido. Quien quiera que sea ha colgado. Si es algo importante ya volverá a llamar. Voy al cuarto de baño y meo. Me miro en el espejo mientras me lavo las manos. Frunzo el ceño. Me miro los dientes. Me toco el pelo. Cada vez tengo más canas. Me vuelvo a meter en la cama y me arrebujo de nuevo entre las mantas. Ahueco la almohada. Doy media vuelta. Intento buscar una postura cómoda y cierro los ojos. De nuevo el teléfono. Esta vez salto de la cama, me calzo las zapatillas y voy todo lo deprisa que puedo hasta el salón donde insistente sigue sonando.

-¿Sí? ¿Quién llama?

Enciendo la cocina y pongo un cazo con leche en el fuego para que se caliente. El que llamaba era Antonio desde la oficina.

-“Sentimos lo de tu cuñado Enrique. ¿Cómo ha sido? Pensábamos que hoy no vendrías” -le han dicho en cuanto ha llegado al trabajo

-“¿Pero de qué carajo me estáis hablando?, ¡Tiene que ser un error!” -les ha respondido mientras buscaba en el Norte la sección de necrológicas.

Friego el vaso y lo dejo en el escurridor del lado de la pila. Todavía no he terminado de secarme las manos cuando de nuevo suena el teléfono. Es mi madre, que la ha llamado mi hermana, que había hablado con Antonio, que le habían dicho los compañeros del trabajo que en la sección de necrológicas…

La noto nerviosa. Dice que tiene algo que contarnos pero que no quiere hacerlo por teléfono. Mejor mañana, cuando vayamos a su casa a comer.

Me pongo la pelliza y me lío al cuello la bufanda azul que me regaló la tía Mercedes por mi cumpleaños. Noto el frío seco en la cara cuando salgo a la calle. Sale vaho de mi boca al saludar a la vecina del tercero que me cruzo por la acera. Tira de un carrito de la compra con una mano y con la otra aprieta la bufanda contra su boca.

-El Norte, -pido cuando llego al kiosco del final de la calle mientras me quito el guante de la mano derecha para poder sacar mejor el dinero de la cartera.

Doblo el periódico, lo pongo bajo el brazo y meto de nuevo las manos en los bolsillos. Compro tabaco y una barra de pan antes de volver.

Dejo el periódico encima de la mesa. Hace frío en casa. Toco uno de los radiadores. Está helado. Todavía no han encendido la calefacción. Me fumo un cigarro. De pie, junto a la ventana, miro la calle. No creo que tarde mucho en comenzar a nevar. El cielo está muy blanco. Antonio me ha dicho que en su oficina todos pensaban que era yo.

Otra vez suena el teléfono. Dejo que suene. No me apetece cogerlo. No estoy.

Me siento en el sillón. Abro el periódico. Allí está. Enrique Alborada Martínez dice la esquela. Su desconsolada esposa María… su hijo Enrique… su madre Pilar, tíos, primos y demás familia ruegan una oración…

Cuarenta y siete años. Cinco más que yo.
Una mujer y un hijo llorarán afligidos la muerte de este otro Enrique.
Ninguna mujer desconsolada lloraría la mía. Ningún hijo.

Yo me llamo Enrique Alborada Sanz y no imaginaba que en la ciudad hubiera otro Enrique Alborada. No es un apellido demasiado común. Y además la coincidencia del nombre. También mi padre se llamaba así. Tengo que preguntar a la tía Mercedes si sabía que había más Alboradas en la ciudad.

Miro el reloj. Las diez. Enciendo un nuevo cigarrillo. Paso distraídamente las páginas del periódico y de nuevo me topo con la esquela. Habiendo recibido los santos sacramentos… desconsolada esposa…ruegan una oración… Tanatorio El Salvador…

Comienzo a toser. Tengo que plantearme en serio lo de dejar de fumar. Aplasto con saña el cigarro en el cenicero. De nuevo miro la calle. Ya nieva.

Tampoco tengo a nadie por quien llorar desconsolado.
A lo mejor la muerte se equivocó de Enrique.

No sé por qué he venido. Casi no recuerdo como he llegado hasta aquí. Saqué el coche del garaje y conduje como un autómata. Esto es absurdo. Estoy en el aparcamiento del tanatorio. Mejor será que me marche. Arranco el coche. Miro por el retrovisor e inicio la maniobra para salir. Me detengo. Sólo es curiosidad morbosa. Hay bastantes salas, puedo entrar a mirar y fingir que me he confundido. Nadie va a notar mi presencia.

Enrique Alborada Martínez, sala once primer piso, dice un papel en un atril a la entrada del amplio vestíbulo. A la derecha está la cafetería, de allí proviene un murmullo constante de voces, es el único lugar en todo el recinto en el que se puede fumar y yo tengo muchas ganas de encender un cigarro, pero no lo hago. El suelo formado por dibujos geométricos está muy pulido. Los pasillos son amplios. Hay sofás de cuero negro junto a cada una de las salas, y mesitas con caramelos y folletos de propaganda del tanatorio. No hay ceniceros, no hay espejos. No huele a nada. Ni siquiera a flores.

Comienzo a subir los escalones de dos en dos agarrado a la barandilla negra de hierro pero me doy cuenta de mi ritmo acelerado y reduzco la marcha.

Estoy frente a la sala once. El corazón me late deprisa. Todavía puedo marcharme. Se abre la puerta blanca y de la habitación salen dos mujeres vestidas de oscuro. Aprovecho para mirar dentro. En un sillón, a la derecha de la puerta, una mujer joven de aspecto cansado acaricia la cabeza de un niño de unos once años que está sentado a su lado. El niño tiene los codos sobre las rodillas y la cara entre las manos.

Una mujer de pelo blanco se levanta y se dirige hacia mí. Me mira como si me conociera. Me aparta un mechón de pelo de la cara con su mano y me abraza. Comienza a llorar despacito primero y luego con mucha congoja. Aturdido yo también la abrazo. No sé que decir, ni qué hago allí.

Cuando se le calma el llanto se aparta un poco.

–Deja que te mire bien, -dice, y me sonríe con tristeza. –Eres el vivo retrato de tu padre cuando tenía tu edad. Tu hermano se parecía más a mí. Está muy guapo. ¿Quieres verlo? -Continúa diciendo la mujer, pero ya no la escucho. ¿Mi hermano?

Un montón de imágenes junto a mi padre se amontonan en mi cabeza. Necesito ordenar mis recuerdos. Tengo que pensar. Tengo que pensar. Tengo que pensar.

-Mi padre nunca me dijo que tuviera otro hijo. -Me escucho decir muy bajito.

Me dejo guiar por la mujer. En un extremo de la habitación, tras un cristal reposa sin vida el cuerpo de un extraño. El otro Enrique. Y siento que la rabia me sube desde el estómago, y comienzo a llorar silencioso por el hermano muerto al que ya nunca podré conocer, y por el padre que en un instante se convirtió en desconocido.

-Te vi en el entierro de tu padre, por eso te he reconocido enseguida. -Me dice la mujer que está a mi lado. –Enrique no quiso acompañarme. Nunca le perdonó.

La miro sin comprender, y ella con gesto fatigado se sienta en una silla cercana y me dice que me acerque. Sumida en sus recuerdos comienza a llorar de nuevo, y yo siento pena por esa madre destrozada que acaba de perder al hijo. Aprieto con fuerza sus manos con las mías en un gesto de consuelo, y le pido que respire profundo y que tome aire. No sé porqué se lo digo, pero me parece que le ayudará a calmarse.

-Ya me encuentro mejor, -dice levantando la cabeza y mirándome a los ojos. –Todo ha sido tan rápido… ayer por la tarde, Enrique sufrió un desmayo. No pudieron reanimarle. Cuando llegó al hospital ya estaba muerto. -De nuevo el llanto la obliga a callarse.

-No tenía ni idea. -Y apenas me sale la voz de la garganta cuando lo digo.

La mujer que está junto al niño nos mira con curiosidad desde el sillón en el que está sentada. Es muy guapa. Desvío incómodo la mirada.

-Cuando conocí a tu padre yo era muy joven. -Comienza a decir la mujer con apenas un hilo de voz tras un corto silencio. –Luego él se fue a Alemania, y se olvidó de mí, y del hijo que estaba en camino.

-No hace falta que me explique nada. -Le digo. Pero se ha sumergido en sus recuerdos y continúa hablando sin hacerme caso.

-Nunca respondió a mis cartas. Cuando regresó, estaba casado y tú ya habías nacido. Un día se presentó en casa, me pidió perdón y se empeñó en reconocer a Enrique para demostrarme que era sincero…y yo, volví a creerme sus mentiras.

Un llanto amargo interrumpe de nuevo su relato y aunque poco a poco consigue calmarse, ya no cuenta nada más.

No sé que pensar al escuchar esta historia desconocida de la vida de mi padre. Me levanto y me acerco de nuevo al cristal tras el que yace el cuerpo sin vida del hermano que acabo de perder. Me hubiera gustado conocerte. Pienso. ¿Por qué no me buscaste?

Durante el entierro me mantengo mezclado entre la gente. La viuda de mi hermano es una mujer atractiva que no pasa desapercibida y me cuesta trabajo apartar la vista de ella.

–Así que tú eres el otro Enrique… -me dijo en el tanatorio cuando me acerqué a darle el pésame.

-No, yo no… él es…era…Es igual, no importa. -Respondí confundido.

En la cartera llevo apuntado en un papel el teléfono de la madre de Enrique y la tarjeta de María, su mujer. He prometido llamar en cuanto pasen unos días.

Hoy ha sido el día más extraño de mi vida, pienso mientras miro un álbum con fotos de mi infancia. Me detengo en una en la que estoy sentado en una sandía al lado de mi padre cerca del templete de la rosaleda. Me fijo en él, lleva un traje claro y un cigarro en la mano. Despreocupado, sonríe a la cámara. -“¿Cómo pudiste ocultarnos la historia de tu otra familia?”, -le digo. Sigo pasando hojas, y mi padre me sigue sonriendo, esta vez desde una playa vacía. Me veo a mí mismo en otra foto junto a una niña con trenzas, haciendo un castillo en la arena. No sé quien es la niña, no la recuerdo. Despego la foto del álbum. Mi madre siempre escribía por detrás. Enrique y María. Laredo. Agosto 1973.

María. Otro Enrique, otra María. Es curiosa la vida. Y contemplo como se ha consumido la mitad de mi cigarro en el cenicero.

Tal vez sea una locura, me digo mientras pienso en el levirato. La costumbre de algunos pueblos que obliga al hermano menor del hermano muerto a hacerse cargo de la viuda y de sus hijos.

Casi no he podido dormir y no consigo quitarme de la cabeza que tal vez la muerte no supiera que había dos Enriques.

Apenas siento los pies y eso que no dejo de moverlos. En parte por el frío, en parte por los nervios. No sé muy bien como voy a ser capaz de explicarme sin que María me tome por loco. Ni que pensará cuando le diga que ayer en el cementerio, cuando echaban tierra sobre la tumba de mi hermano, sentí que una parte de mí también había muerto.

Tal vez nos quede una oportunidad.

Dos Enriques y una sola vida.


Dori

Invierno 2008

 
 

8 comentarios:

  1. Como siempre, precioso relato.
    Besitos

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  2. Que relato más bonito, me ha enganchado desde el primer momento,Un beso mañaner, ( luego el de la tarde, el de la noche.....)

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  3. Hola Dori

    Excelente historia...me quedé enganchada. Ahora me quedo con curiosidad de saber si el Enrique vivo decide encargarse de la familia del otro Enrique.

    Un beso.

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  4. Simplemente...adictivo!!!
    Enhorabuena y gracias por compartirlo y poder disfrutar de él!!!

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  5. puff! cómo engancha el relato!!!

    el monedero saladisimo. Un beso

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